jueves, 15 de mayo de 2014

Ajenos

El problema es
cuando
la piedra con la que se suele tropezar,
la llevamos atada al cuello.
Afixiándonos.
Como un recordatorio permanente
de nuestros fracasos.
Supongo que el amor es un poco así:
Coger la piedra del otro
y colgarnósla al cuello.
Dejar que el otro haga lo mismo
y que toque nuestras piedras.
Juegue con nuestros monstruos,
les haga el amor
y les deje tirados en el quinto orgasmo
de sus mil y una noches debajo de nuestra cama.

Luego cogemos la piedra del otro,
admirarla,
y apretar tan fuerte entre las manos
que todos los diamantes sientan celos.
Ponerla en los lugares más bonitos
de nuestro cuerpo.
Tirárnosla sin esconder las manos.
Y acabar mostrando con orgullo la soga,
la piedra
y los monstruos.
Qué morbosidad encontramos en los  problemas ajenos.

Pero llegará un día que veamos la piedra del otro y digamos
"Joder, que me afixia
y cómo roza la soga.
Y esos monstruos me dan el mismo miedo que a ti".
Y queramos correr lejos
a reconciliarnos con nuestros fantasmas,
para decirles que es la última vez,
que no habrá más piedras,
más monstruos ajenos,
no más orgasmos mañaneros.

Y entonces ellos,
nuestros monstruos,
se sienten tranquilamente,
nos aprieten bien la soga al cuello
(No haya a ser que podamos respirar bien)
Y nos digan:
"Tranquilo, tú querrás más piedras ajenas,
más monstruos de otros,
pero nosotros estaremos siempre aquí
para apretarte bien la soga,
no queremos que te olvides de tus fracasos".

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